La historia de un reloj que no quería
Ayer mi hija me dio una de las alegrías más grandes que puede tener un aficionado la horología. Me dijo “Papá, quiero un reloj de palitos”. Me ilusioné pensando que probablemente en unos años pueda compartir mi pasión con ella, y mientras le explicaba que los palitos a los que se refería se llaman manecillas, caí en cuenta de qué justo a su misma edad de siete años, yo por primera vez le pedí un reloj a mi padre, pero con una pequeña diferencia: yo anhelaba un Casio.
La petición de mi hija me llevó a concluir que el primer reloj de un niño siempre debería ser análogo y no digital. Tuve claro que, aunque leer la hora puede ser hoy una habilidad menos necesaria que en otras épocas, yo en mi calidad de aficionado, no podía permitir que mi hija sea uno de tantos niños que ven con terror las agujas de un reloj. Una reflexión me llevó a la otra, y terminé reviviendo recuerdos que definieron el origen de mi gusto por la relojería.
Debía ser el año 1982, pues, aunque nunca he sido del mundo del futbol, yo tenía un llavero con la figura de Naranjito, la mascota mundialista que era el “hype” del momento. Recuerdo que uno de mis compañeros de clase llegó con un artilugio casi mágico, de plástico negro y pantalla grisácea. Lo más sorprendente era su botón lateral. Bastaba una sola pulsación para encender la tenue luz que permitía ver la hora en la oscuridad, y simultáneamente despertar toda la envidia que podía caber en mi corazón de niño.
Durante un tiempo, calmé mi deseo con un reloj de juguete que imitaba el estilo retro de los LED rojos de los años setenta, pero no pasó mucho tiempo antes de que dejara de funcionar. Entonces, mi obsesión por lo que hoy creo que era un venerable Casio F-85, regresó con mucha más fuerza y con ella mi insistencia.
Nunca olvidaré cuando vi a papá entrar por la puerta, sonriente, con una pequeña bolsa de papel de regalo colgando de su mano. Solo podía contener una cosa. Mi corazón latía desbocado de emoción; no podía creer que la materialización de mis sueños cupiera en una envoltura tan pequeña.
Recibí el paquete en mis manos y sin abrirlo alcancé a sentir su caja angulada y la correa flexible. Mi primer reloj estaba por fin en mis manos, solo nos separaba un envoltorio de papel que dejó de existir en un segundo.
Hoy, 43 años después, no sé si los pedazos que cayeron al suelo eran de la delgada envoltura o de mi corazón roto al ver lo que había dentro.
¿A qué padre en sano juicio le parece buena idea regalarle a su hijo de 7 años, un reloj cuadrado, de remonte manual, con caja bañada en oro, tablero blanco, números romanos, agujas puntiagudas y correa de cuero negra? Al mío, obviamente.
Se trataba de un Cornavin. Sobre las 6 se anunciaba como "Shockproof", y a las 9 dibujaba un pequeño pero llamativo pez espada, paradójicamente similar al de otro ícono de Casio, el Marlin (o Duro).
Pese a que con él aprendí que las 2:45 eran lo mismo que las 3 menos cuarto, y lo usé en algunas ocasiones especiales, siempre sentí nostalgia por ese reloj negro que pudo ser y no fue. A decir verdad, lo odiaba, así que no tardé en poner a prueba su supuesta resistencia a los golpes. Pronto se volvió costumbre someterlo a crueles castigos, algunos impensables hasta para el G-Shock más rudo. Gradualmente me fui olvidando de él, y su destino fue el mismo que el de la mayoría de mis juguetes en desuso: el fondo de un enorme baúl en mi habitación.
Pasaron un par de años, llegó el divorcio de mis padres y un cambio de ciudad. Tuve que revisar mi baúl y seleccionar los juguetes que llevaría en la mudanza. Cuando estaba casi terminado, noté un destello dorado que se ocultaba bajo un montón de cochecitos a escala. Estiré la mano y ahí estaba de nuevo ese pez espada resistente a los golpes, con algunos rasguños en el acrílico, pero resplandeciente como el primer día.
Para entonces, los Casio ya no estaban de moda entre los preadolescentes de mi generación. Si era común tener unos voluptuosos relojes “Transformers” que se separaban de una incómoda correa de plástico y se convertían en pequeños robots que en su pecho marcaban la hora.
Aquí quiero hacer un paréntesis y traer a colación una pilatuna infantil que por fortuna nunca pasó a mayores: Un par de escandalosos despertadores de cuerda habían desaparecido misteriosamente de la casa de mi tía. Nunca me dijo nada, pero su mirada afirmaba mi culpabilidad. Con este escrito acepto por primera vez y públicamente que ese par de relojes fueron víctimas de mi curiosidad por entender su funcionamiento. Los desarmé con herramientas de mi abuelo, y como era de esperarse, nunca volvieron a su estado original. Contada esta anécdota, regreso a la historia.
A mis 11 años, junto a un viejo baúl de juguetes, con un reloj-robot en la muñeca, con el poco entendimiento conseguido destripando despertadores, ese dorado Cornavin había cautivado mi atención. Tenía claro que no compartiría el destino de los difuntos relojes de mi tía, porque este representaba la sonrisa y el amor de mi padre y el recuerdo de un hogar que ya solo existía en mi memoria.
Le di cuerda, de inmediato escuché su suave tic-tac. El tiempo había pasado para ambos, nos habíamos separado lo suficiente para que yo pudiera sentir la alegría de un reencuentro no planeado. Por segunda vez, mi corazón latía por un reloj, y esta vez lo hacía por el que ya era mío.
Que no quisiera destruirlo no evitó que lo destapara una y otra vez. Su movimiento dorado estaba grabado con caracteres rusos que fueron una incógnita solo resuelta hasta el advenimiento de internet. En más de una ocasión desmonté algunas de sus partes y luego las volví a ensamblar, hasta que un día perdí el segundero. Pulí sus rasguños y pasé infructuosas horas tratando de entender la función de ese diminuto aro que bailaba en su interior. Pude notar que perdía varios minutos al día, probablemente a causa de los golpes intencionales que le di, y con remordimiento, aprendí que el "Shockproof" no convertía a mi reloj en indestructible.
Y la historia aún no termina. Mi hija ya aún no sabe que el Cornavin en mi caja espera por ella. Nunca sabré donde estuvo antes de llegar a mí y seguramente tampoco alcance a conocer el desenlace de su aventura, pero me siento privilegiado por tener aun el primer reloj de mi vida. Ese reloj que, aunque no funcione bien, aunque sea diminuto para mi muñeca y aunque su valor monetario sea insignificante, permanecerá conmigo mientras viva, porque pese a haber sido despreciado, no existe Rolex ni Patek que pueda superar su significado.
Por supuesto que mi padre nunca imaginó que su regalo trascendería al reloj, pues se convertiría en el protagonista de una historia que ocasionalmente cuento a amigos, familiares y hoy a los lectores de Doble Firma. Tampoco imaginó que ese objeto tan pequeño sería la máquina del tiempo que me transportaría a momentos memorables que encendieron una pasión para toda la vida. Sin embargo, estoy seguro de que cuando escogió este reloj a sabiendas de que no era el que yo quería, papá tuvo la certeza de que algún día yo comprendería la razón por la que nunca me obsequió un Casio.
Después de cuarenta y tres años de darle vueltas a mi historia, sigo dudando que un movimiento de cuerda sea el mejor regalo para un niño, pero de algo puedo dar fe: Si usted alguna vez tiene el privilegio de regalar un primer reloj, no contemple un smartwatch entre sus opciones. Tarde o temprano, ese pequeño recordará la sonrisa de quien le enseñó la magia que hay detrás del reloj “de palitos”.