¿Hacia dónde demonios vamos? Una carta abierta al corazón (perdido) de la relojería
Vivimos en un mundo obsesionado con la novedad. Un entorno donde, si no lanzas un nuevo modelo cada tres meses, te quedas atrás. Donde el miedo al silencio es más fuerte que el deseo de hacer las cosas bien. La relojería se ha convertido en una rueda que gira sin parar. Ruidosa. Veloz. Vacía.
Y alguien tiene que decirlo: esto no tiene sentido.
¿Por qué cada marca se siente obligada a presentar una “novedad” cada trimestre? ¿Quién decidió que cambiar el color de una esfera o añadir una correa de caucho es suficiente para hablar de un “nuevo modelo”? ¿Desde cuándo se convirtió la relojería en “fast fashion”?
La respuesta es incómoda: cuando el objetivo dejó de ser la excelencia y pasó a ser simplemente facturar, facturar y facturar.
Ya no se trata de crear grandes piezas ni de perfeccionar calibres. Basta con presentar una versión azul, una edición limitada de 2.000 unidades —sí, dos mil—, una colaboración absurda con una marca de zapatillas o una influencer.
Y así nace una “nueva colección”.
Esto no es creatividad.
Esto es pereza disfrazada de marketing.
Es miedo maquillado de innovación.
Antes, una marca lanzaba una o dos piezas por año. Y esas piezas se pensaban. Se vivían. Se probaban. Se afinaban. No eran estrategias trimestrales. Eran productos del alma.
Miremos a Japón. Allí, la filosofía “kaizen” consiste en mejorar cada día, sin prisa, con propósito. Un reloj japonés no sale al mercado por calendario. Sale cuando está listo. Cuando lo merece.
En Suiza, sin embargo, muchas casas históricas han perdido ese respeto por el tiempo. Por el proceso. Por el cliente.
Y mientras más corremos, menos revisamos.
• Un amigo pagó 150.000 euros por una pieza considerada “top”. A la semana, se detuvo. Bloqueado. Servicio técnico. Vuelta a fábrica.
¿Cómo puede pasar esto con un reloj de ese nivel?
• Otro, con un reloj de 38.000 euros, encontró polvo bajo el cristal. ¿Nadie lo inspeccionó antes de entregarlo?
• Y el más absurdo: un reloj de 28.000 euros con la esfera rayada. Desde fábrica. ¿Quién firmó ese control de calidad?
Esto no es anecdótico. Es sistémico.
Un síntoma de una industria que corre tanto, que ya no respira.
Que prioriza el trimestre sobre la tradición.
Hagamos números
¿Este modelo de producción es siquiera sostenible?
• Hay 8.100 millones de personas en el mundo.
• Supongamos que 2.500 millones usan reloj (generoso).
• Existen aproximadamente 2.000 marcas relojeras relevantes.
• Si cada una lanza 10 nuevos modelos al año, tenemos 20.000 modelos nuevos anualmente.
• Si cada modelo se fabrica en 500 unidades, eso suma 10 millones de relojes nuevos por año.
Diez millones. Cada año.
¿Quién los va a comprar?
¿El mismo cliente de siempre? ¿Uno nuevo por cada pieza? ¿Creemos que cada muñeca necesita cinco relojes nuevos al año?
¿Y la solución de la industria? Fácil: subir precios dos, tres, cuatro veces por año.
Para maquillar los balances. Para mantener márgenes.
Pero eso no es estrategia., eso es pánico disfrazado de Excel.
¿Dónde están los valientes? ¿Dónde está esa marca que diga:
“Este año no lanzamos nada. Vamos a dedicarlo todo a mejorar lo que ya hacemos.”
¿Dónde está la manufactura que diga:
“Vamos a hacer menos… pero mejor.”
Tal vez pierdan titulares. Tal vez no salgan en todos los rankings.
Pero ganarían algo infinitamente más valioso: la confianza.
La confianza del coleccionista, del apasionado, del que entiende que un reloj no es solo un objeto… es una historia.
Hoy muchas marcas parecen más agencias de marketing que casas relojeras.
Patek, por ejemplo, tardaba años en presentar una novedad. Rolex apenas modificaba un bisel por década. Y nadie lo cuestionaba. Porque lo que presentaban era trascendente.
Hoy, algunas marcas lanzan 30 modelos al año. Como si fueran camisetas.
¿Y luego nos preguntamos por qué el mercado se satura? ¿Por qué el cliente se cansa? ¿Por qué el alma se pierde?
No es un ataque. Es un clamor.
Un reloj no es un tostador. No es una cifra. No es un KPI.
Es algo que debe transmitir herencia, precisión, belleza, y alma.
Y si seguimos por este camino —lanzando por lanzar, subiendo precios por pánico, y bajando estándares por velocidad— vamos a perderlo todo.
Sin confianza, sin emoción, sin respeto… la relojería no tiene futuro.
Una propuesta radical: detenerse
Imaginemos una industria donde una marca decide parar.
Donde no hay novedad. Solo perfección. Donde se pule lo que ya se ha hecho. Donde se escucha al cliente. Donde se vuelve al alma del oficio.
Sería revolucionario.
Y tal vez…sería el principio de algo hermoso.
Porque aún estamos a tiempo !!
Esto no es nostalgia. No es resistencia al cambio.
Es una llamada a la consciencia.
Paren, respiren, recuerden por qué empezaron.
Porque si no lo hacemos ahora… el tren descarrilará.
Y no será por falta de relojes. Será por falta de alma.